Luego de dar varias vueltas a la misma manzana, encuentro un lugar libre en la esquina de Arcos y Juramento. Arrimo el
auto, pongo balizas y doy marcha atrás. De pronto, como de la nada, un viejo
que estaba mirando desde la vereda se lanza a la calle de un salto y ocupa el
lugar vacío en donde me disponía a estacionar. Detengo el auto, le hago señas
para que se corra y balanceando la cabeza de un lado a otro, el viejo me da a
entender que no se va a mover. Me bajo del coche y le digo amablemente:
"disculpe, señor, pero tengo que estacionar". A lo que me responde:
" acá no se puede". Le pregunto: "¿por qué no se puede?".
Con cara de ojete (no cabe otra palabra), me dice: "está reservado".
“¿Reservado para quién? ¿Para alguna persona con discapacidad?", le
pregunto. Entonces el viejo, ya con el rostro casi desfigurado, me revela su
intención: "Mirá, pibe, le estoy cuidando el lugar a mi mujer, que va a
estacionar acá". Tratando de comprender la insólita respuesta, le digo: "Su mujer no
está, señor. Usted no puede bloquear la calle así porque sí, le pido que se
corra ya que voy a estacionar”. Y acá viene lo mejor, el bocadillo que le faltaba
a la historia para demostrarme que la realidad, muchas veces, supera a la
ficción: poniendo cara de loco, haciendo un gran esfuerzo vocal para que todos
los vecinos se den vuelta y contemplen el sainete, el viejo empieza a
vociferar: “dale, ¡pisame! De acá no me mueve nadie. Si querés estacionar, me
vas a tener que pisar. ¡De acá me sacás muerto!” (sic). Digno de una escena de Alex de la Iglesia. Así
las cosas, tenía tres opciones: a) me bajaba y discutía hasta sacarlo de allí a
los golpes, b) daba marcha atrás y lo atropellaba, c) me subía al auto y me
iba, dejándolo continuar con su monólogo para los vecinos (que tanto disfrutan
de escenas como éstas para luego tener algo de qué hablar durante la semana).
Opté por la última opción. Subí al auto y me fui. Mientras manejaba, no pude evitar sonreír y pensar
en los valores que la gente le da a ciertas cosas. Y en lo triste que es saber que
la vida de un hombre puede llegar a valer apenas cuatro o cinco metros. Lo
necesario para estacionar un auto en el barrio de Belgrano.
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