martes, 30 de septiembre de 2014

La suma de todas las horas

Ilustración: Paola Bocca de ARTE INFINITO
(A la gente linda de La Subasta y al Ciclo de Cantautores de los Jueves).

¿Qué sería del jueves sin vos?
¿Cómo entender la semana sin tus noches de letras, historias, magias y fantasías?
El tiempo se detiene pasadas las 22 y todo cabe en un par de canciones.
Así empieza nuestro día: nuestra forma pagana de escapar del hastío, de ese nudo en el pecho que llamamos ciudad. La barra nos mira y sospecho que ríe, cómplice de nuestras aventuras. Sabe que somos poetas detrás de una quimera, cantando a los sueños, los amores, las desgracias y las alegrías.
Entre copas y tragos tejemos utopías, le cantamos a la vida y nos burlamos de la rutina, codeándonos con la locura, acercándonos a la felicidad, la amistad y la esperanza de un mundo nuevo.
Tus puertas de hierro abren paso a los cantautores, a los magos que hechizan las noches de Caballito; esa trova que le canta a un público ávido de anécdotas, música y poesía. Esa gente que entiende que nada está perdido si existe un lugar como éste. Gente con ideales, valores y convicciones que no está dispuesta a perder la alegría, a vender su humildad ni subastar el tesoro que llevan dentro.

Y entonces nos encontramos cada jueves para volver a cantar y sentir que estar vivo es algo más que vivir, que la semana puede resumirse en un día y que ese día no es sólo un día, sino todos los días: la suma de todas las horas en que nos dedicamos a ser felices. Entonces nos preguntamos, ya sin temor a equivocarnos: ¿qué sería de nosotros sin tus jueves, querida Subasta?   

domingo, 28 de septiembre de 2014

Este asunto es nuestro (ahora y para siempre)


El contacto aparenta ser audio-visual, pero es sólo una fachada. Significa algo más que un estallido sentimental (o en todo caso, musical); es un choque con otra realidad, con un sub-mundo que ya nos pertence desde el primer acorde o la primer frase que llegó a nuestros oídos. Y entonces la espera ya no lo es, y los primeros acordes pulverizan la adrenalina acumulada durante las infinitas horas que fuimos y vinimos, alrededor del reloj (y de nuestro estado de ánimo), buscando una explicación racional a tanta pasión: a ese No! que nos reivindica como seres libres, conscientes y en contra del establishment que nos sueña idiotas y malcriados. Pero nosotros no lo soñamos: lo vivimos, lo escuchamos, lo leemos… y lo cantamos. Entonces salen ellos a escena los impulsores de nuestro discurso, y nos hacen saber que existe otro camino, otras grietas por las cuales escapar a la locura mediática y la moda farandulera: a aquel mundo que no queremos (ni debemos) soportar, por más “superlógica” que deseen imponernos, desde los satélites espías y las divinas TV Führer que adornan nuestras pantallas y ruedan cine de terror. Nos dejamos llevar, miramos al cielo, apretamos el puño y recuperamos nuestros juguetes, nuestra inocencia perdida que se revela y reactiva en cada nota o en cada solo del “cielo” que nos cautiva desde allí arriba, desde lo más alto del escenario, acompañado por esa voz que ya reconocemos como propia, como la voz de nuestra conciencia. El rock maravilla para este mundo tan mundano e injusto, aquel sentimiento que nos libera de la opresión (aunque dure lo que un compás, una canción o un show) y que nos acerca a otra cosmovisión, otro modo de pensar y vivir en esta vieja cultura frita. Pero lo nuestro es acá, ahora y para siempre: no nos pagan con promesas, no nos compran con mentiras ni nos vencen en el pensamiento, alzamos los puños y reivindicamos a Patricio, y a todo lo que su corte (nuestra corte) pueda aludir. Entonces soñamos, vivimos, despertamos y encendemos nuestros deseos, recuperando nuestros tesoros y soplando brasas en nuestros corazones, tan sólo por oponerse a la paradoja de que todo es igual, incluso hasta lograr que nuestros oídos sangren rock, o esperanza en la desesperanza, o luz en la oscuridad, o libertad en la ciudad, o…
Saltamos, gritamos, cantamos, manifestamos nuestro mundo: redondo, onírico y de ricota, en un tiempo y espacio que nos supimos crear y nos pertenece, burlándonos de lo que semeja real, bañando culpas y secando errores de un pasado que no debemos olvidar ni repetir, aunque el dogma real y sus robocops de Detroit se obstinen en demostrarnos, día a día (y “minuto a minuto”) todo lo contrario.
En algo de ésto puede explicarse el desatino de nuestra tribu (y de nuestra calle): nuestros peligros, afortunadamente, son muy sensatos.

El valor de las cosas (la vida por un par de metros)

Luego de dar varias vueltas a la misma manzana, encuentro un lugar libre en la esquina de Arcos y Juramento. Arrimo el auto, pongo balizas y doy marcha atrás. De pronto, como de la nada, un viejo que estaba mirando desde la vereda se lanza a la calle de un salto y ocupa el lugar vacío en donde me disponía a estacionar. Detengo el auto, le hago señas para que se corra y balanceando la cabeza de un lado a otro, el viejo me da a entender que no se va a mover. Me bajo del coche y le digo amablemente: "disculpe, señor, pero tengo que estacionar". A lo que me responde: " acá no se puede". Le pregunto: "¿por qué no se puede?". Con cara de ojete (no cabe otra palabra), me dice: "está reservado". “¿Reservado para quién? ¿Para alguna persona con discapacidad?", le pregunto. Entonces el viejo, ya con el rostro casi desfigurado, me revela su intención: "Mirá, pibe, le estoy cuidando el lugar a mi mujer, que va a estacionar acá". Tratando de comprender la insólita respuesta, le digo: "Su mujer no está, señor. Usted no puede bloquear la calle así porque sí, le pido que se corra ya que voy a estacionar”. Y acá viene lo mejor, el bocadillo que le faltaba a la historia para demostrarme que la realidad, muchas veces, supera a la ficción: poniendo cara de loco, haciendo un gran esfuerzo vocal para que todos los vecinos se den vuelta y contemplen el sainete, el viejo empieza a vociferar: “dale, ¡pisame! De acá no me mueve nadie. Si querés estacionar, me vas a tener que pisar. ¡De acá me sacás muerto!” (sic).  Digno de una escena de Alex de la Iglesia. Así las cosas, tenía tres opciones: a) me bajaba y discutía hasta sacarlo de allí a los golpes, b) daba marcha atrás y lo atropellaba, c) me subía al auto y me iba, dejándolo continuar con su monólogo para los vecinos (que tanto disfrutan de escenas como éstas para luego tener algo de qué hablar durante la semana). Opté por la última opción. Subí al auto y me fui.  Mientras manejaba, no pude evitar sonreír y pensar en los valores que la gente le da a ciertas cosas. Y en lo triste que es saber que la vida de un hombre puede llegar a valer apenas cuatro o cinco metros. Lo necesario para estacionar un auto en el barrio de Belgrano. 

jueves, 25 de septiembre de 2014

¿Final del juego?


Un amigo me invitó a jugar al fútbol de los sábados que juega siempre con un grupo de amigos. Acepté y fui, con ganas de pasar un buen rato. Tres equipos, partido a 10 minutos, ganador queda en cancha. Todo venía bien. Me toca entrar y empiezo a jugar. Tiro un taco y habilito a un delantero, gol. Hago un par de paredes con otro muchacho con el que nos entendimos bastante bien. Todo sigue normal. Hasta que en otra jugada quedo mano a mano con el arquero (un sujeto de 40 años o más) y le amago una, dos, tres veces. En el cuarto intento le defino suave a una punta. Gol. Entonces la locura: sale corriendo del arco, con el puño apretado y los cachetes colorados,  al grito de: “¡vos no definís más así, la próxima vas a ver! Dale, ¡animate a amagar de nuevo! Que vuelva a definir así y lo rompo todo”. Los propios compañeros de equipo lo tuvieron que frenar, porque me quería trompear. Yo lo escuchaba tranquilo y como vi que el pobre hombre (al cual evidentemente no le gusta perder ni a las bolitas) no se calmaba, le tuve que decir: “disculpame, flaco, la próxima defino de primera, sin gambetas”. No contento con eso, agregó: “y con el otro que tiran paredes no jugás más, te pasás para el otro equipo”. Yo no podía creer lo que estaba viendo y escuchando, pero los compañeros, que lo conocían bien, me decían: “dejalo, siempre hace lo mismo”. Uno, solidario conmigo, atinó a decir: “pobre pibe, éste no viene más a jugar...” Después el flaco se calmó, como (casi) siempre sucede en estos casos. De hecho le hice unos cuantos goles más. Pero definiendo de primera, eh, sin firuletes. No iba a ser cosa de que le faltara el respeto. Terminó el partido y me quedé pensando en la violencia con que se vive hoy día. La locura con que algunas personas se toman las cosas, que ya no disfrutan ni de un partido de fútbol. Si este muchacho se pone así jugando al fútbol no quiero ni pensar qué es capaz de hacer si le chocás el auto... Y tampoco puedo pensar en que algún día se acabará la violencia en el fútbol, si no podemos evitar ser violentos entre nosotros, en un partido de morondanga, entre conocidos y aún pagando la cancha, sin negocios millonarios ni intereses de por medio. En fin, habrá que seguir gambeteando, no queda otra, che.  Lo importante es no dejar de jugar, nunca.   

martes, 23 de septiembre de 2014

Sin cara ni ceca

Cuando era chico, muy chico, esperaba con ansias cada domingo, porque nos venías a buscar y nos llevabas a El Palomar. Íbamos a la Plaza del Avión, poníamos las monedas en las vías y esperábamos a que pasara el tren. La gracia era encontrarlas chatas, perdidas entre los rieles, sin cara ni ceca. También te esperábamos los tres (con Nico y Sol) los viernes por la noche, porque sabíamos que nos ibas a agarrar a todos con un fuerte abrazo y juntos haríamos la "pelota de nietos". Y la gracia era desparramarnos por el suelo o la cama, solamente jugar y reír, sin pensar en nada más que eso, en ser una pelota de nietos. Después crecí  y necesité trabajar. Y ahí estabas de nuevo, ofreciéndome el primer empleo y ayudándome a progresar. De grande ya empezamos a hablar de la vida, de los amores, las experiencias, los amigos y otras yerbas, siempre los viernes al mediodía, en el living de tu casa, comiendo y compartiendo un rico vino, o una fresca cerveza. Y así se nos pasó el tiempo, casi sin darnos cuenta. Pero no perdimos la costumbre, seguimos compartiendo charlas, aunque cada vez con menos palabras y más gestos cómplices. El sábado cumpliste 100 años. Sí, un siglo. Y cuando te pregunto qué se siente, me respondés con una mirada. Una mirada que lo dice todo, que me hace entender que ya no importan el dinero, la política ni las tristes noticias del mundo, porque a esa edad ya no hay tiempo ni miedo, límites ni fronteras. Solo hay recuerdos aislados. Y la gracia es saber que la vida es una pelota de nietos, una cena en familia, una reunión con amigos, un amor turbulento, una moneda perdida en las vías del Palomar, sin rumbo ni dueño. Sin cara ni ceca.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Roma


Hicieron el amor descaradamente. Nadie los oyó gozar mientras afuera gemían los truenos y la lluvia se hundía como puñales entre los adoquines de una ciudad gris. Se arrastraron como babosas, sudaron pasión entre sábanas blancas y nubes de alcohol. Se ahogaron en manos, ombligos y besos. Fundieron sus piernas brotando como pétalos, espaldas y lenguas, almohadas y pies. Lucharon bajo un espejo de sal, ardiendo a las sombras de un juego onírico, casi real. Fueron gotas de un sueño anegado en deseo, laberintos de miel y fuego lacerando sus vientres. Una sola piel, un suspiro oblicuo erizando la atmósfera; un desierto de placer. El sol los descubrió en la mañana, cuando los pájaros silbaban las seis. Despertaron abrazados, borrachos de sexo y amor. Oliendo a primavera y hotel alojamiento. 

Una copa de vino en Concordia


Un rio intenso y profundo naufragando en la boca. Un cielo púrpura y de ciruela. La noche fresca y sensual disputándose el paladar. Un torrente de aromas, un festín de sabores desbordando la lengua. Las copas, las mesas, la plaza y la iglesia. Todo se torna invisible, casi violeta.  La gente grita y disfruta su cena. Mantengo el aliento en un sorbo que dura un segundo, un minuto o toda una vida. Ahora soy un racimo y todo se transforma en cereza. Miro la copa y está vacía. Concordia es una noche estrellada, un mozo que trae la cuenta, un recuerdo a tanino. Una copa de vino.  

sábado, 20 de septiembre de 2014

Un bar en Copacabana


Una vez se detuvo el tiempo, y yo me detuve en él. Fue en un bar. Un pequeñísimo bar en Copacabana, llamado “Bip Bip”. Su dueño, Alfredo, no hace de dueño, sino de anfitrión. La cosa es sencilla (tanto que parece difícil): entrás, vas a la barra, agarrás un chop, sacás una cerveza de la heladera y le gritás a Alfredo tu nombre, que agrega a mano en un modesto cuaderno de tapa blanda. Ahí anota lo que vas consumiendo. Adentro el bar es muy chico (hay  apenas cuatro o cinco mesitas), por eso los invitados nos sentamos afuera, en las sillas que hay sobre la vereda. Desde allí observamos a los cinco o seis privilegiados que ocupan las mesas de adentro. Hay un código implícito, algo que está en el aire y no está escrito en ningún lado, pero que todos saben y comparten. La clave es sentarse a tomar un trago, encender un cigarro y esperar el momento. Entonces “los de adentro” sacan sus instrumentos y empieza la función. Guitarras, saxos, bongoes, flautas traversas y clarinetes aparecen como si nada. Las canciones se suceden unas a otras, improvisándose, improvisándonos. Una brisa de mar ambienta la noche. La música nos suspende. Melodías desenchufadas inundan nuestros oídos. Jazz, swing, bossa nova, chansón…, todo cabe en una fracción de tiempo ausente, perdido. La noche va tomando color (y calor). De vez en cuando Alfredo interrumpe la música y brinda un discurso a los jóvenes. Una clase de vida, pasión y romanticismo. A veces grita, gruñe o vocifera (o todo a la vez) porque algún desprevenido pide la cuenta o pregunta por el mozo. Es que en Bip Bip no hay mozos ni cuentas, solo confianza. Es y no es un bar. Es y no es una jam. No sabemos lo que es, pero se siente, se vibra, se percibe. Es un lugar raro, distinto. Un sitio en donde el tiempo parece frenar.  

Aunque pensándolo bien, tal vez ese barcito perdido en Copacabana, esa noche de música y costumbres raras... todo eso en verdad ha sido el tiempo. Sí, aquella noche fue el tiempo. 
Entonces no se detuvo: yo me detuve en él.